Joe Bonamassa
Bonamassa, que los dioses lo perdonen
por Alberto D. Prieto
"Me limitaré, pues, a hacerlo todo".
Con su cara de niño, sonrisa de cabrón, uno se puede
imaginar a Joe Bonamassa (New
Hartford, Nueva York, 8 de mayo de 1977) contestando así a quien le aconsejara
esa máxima tan americana de 'limítate a
hacer lo que sabes y sé el mejor en lo que hagas'. Acaso haya en Estados Unidos un refrán similar al
castizo 'quien mucho abarca poco
aprieta'. Y si es así, el joven genio, con desafíos superados en cada palo
del guitarreo, le ha encontrado la trampa a la ley: "no haré mucho, lo haré todo". Y el bluesero imberbe aprieta de lo lindo.
Invitado a compartir escenario con el viejo BB King antes de empezar a rasurarse
su, por otro lado, aún hoy lampiña tez, Bonamassa
es el exponente a las seis cuerdas de esta época que vivimos de héroes de la
perfección y el perfeccionamiento, superhombres que se antojan inigualables en
el futuro, profesionales incansables de lo suyo, coleccionistas de récords
individuales, ambiciosos en la cosecha de admiradores incondicionales y de
detractores envidiosos. Porque, no nos engañemos, hubo un solo Maradona, pero Messi es todos los domingos Maradona.
Y además, también hubo un Pelé, un Di Stefano y hasta un díscolo Cruyff. Hoy hay uno que la toca como
todos y como ninguno en el punteo y
en el 'tapping', en el riff y en el arpegio, en la distorsión
y en la pureza. Bonamassa es un todocampista de la guitarra eléctrica. Y eso jode.
Un aspecto insoportable más de su gloria es la
productividad. A sus 38 ha publicado más discos, solo o en compañía de otros,
29, que años lleva en la música profesional, 26. Y los ha vendido, alcanzando
el top de las Billboard generalistas y especializadas con más frecuencia que
ningún otro. De hecho, uno cree que Bonamassa
vendería hasta a su madre si le rentara en lo profesional (y quizás en lo
monetario). Su página web oficial es un Amazon obscena y específicamente dedicado al universo de su
culto personal, fetichista, audiovisual y musiquero. Vende camisetas, pulseras,
discos, pins, entradas, juguetes... Hasta tiene un programa de radio semanal en
podcast. Joe ama el blues y lo exprime hasta la última
pulpa en todos sus aspectos: interpretativos y comerciales.
Eso le ha permitido crear una fundación (Keeping The Blues Alive Foundation),
promocionar un programa escolar (Blues
in The Schools) para que los niños americanos aprendan las raíces de su
música más enraizada, y diversificar sus propuestas en diversas aventuras
grupales, colaborativas y hedonistas. Porque ésa es otra, pulsando las cuerdas
adecuadas, mejor que nadie según muchos, o al menos con más perfección que
ninguno según casi todos, le ha dado la vuelta al adaggio de 'donde fueres haz lo que vieres'. En
Verdadero, Lo que ocurre es que los que lo ven, van con él; y sus mayores, Clapton, Satriani, Gregg Allman, Buddy Guy o Dereck Trucks, Cohen la vez a la cola en su puesto de mayorista
para poder tocar delicatessen a su lado.
Papá era comerciante de guitarras, de modo que el
enano Bonamassa aprendió a caminar
en casa sujetándose en Rickenbakers y
Les Pauls. Y así, como esos pequeños
cabroncetes que no dejan de joder con la pelota, él agarró lo que estaba a mano
y aprendió el idioma del ampli y los
trastes a la vez que perfeccionaba
sus palotes en la escuela y los cuadernillos de caligrafía. Antes de acabar la
primaria, ya lifer ana a Los Smokin' Joe
Bonamassa dando bolos de fin de semana en garitos del west end neoyorquino,
a los mandos de una Strato carmesí
llamada Rosie regalo de su viejo, apasionado del blues inglés de los 60 y experto en las raíces negras de los 40 y 50, y en cuyos vinilos se inspiraba el
chaval.
Telonear al gordo King, formar un combo (Bloodline)
con Erin Davis (hijo de Miles Davis) a la batería, Waylon Krieger (hijo de Robby Krieger) a la rítmica, y Berry Oakley, Jr. (hijo de Berry Oakley) al bajo y la voz y acabar
debutando en solitario ('A New Day
Yesterday', 2000) producido por el mito Tom Dowd no sólo fueron anuncios de algo grande, sino eslabones de
una cadena que lo anclaba ya en lo más grande de este negocio. Asi, pasados los
años, Joe Bonamassa fue elegido el miembro más joven de la historia de la
Blues Foundation, en 2005, después de ser el apoyo, de nuevo, de BB King en su gira de celebración de
los 80 años.
Es decir, que ha tocado con todos. Y lo ha tocado
todo. Ellos, todos, tienen su sonido. Joe
tiene el de ellos. Cuando quiere. El de todos. Sus álbumes viajan con del blues al soul, pasando por las estaciones del rock sureño y la balada
americana, por los ramales del heavy
y del sinfónico, hacen incursiones
en el funk ('No Slack', 'So it's Like
That', 2002) y en el sitar ('India', que cierra el 'Sloe Gin', de 2007)... porque el
desafío es el modo de vida.
Cuando en sus inicios la guitarra se le quedó corta (?), decidió tomar clases de canto.
Abandonó la aventura grupal y se lanzó en solitario. Cuando empezó a despuntar,
entendió que el mejor marketing le exigía cambiar de imagen, y perdió kilos al
tiempo que engordaba la voz (el salto se aprecia inconmensurable en 'Blues Deluxe', 2003). Y según fue
dominando un palo, supo adentrarse con destreza de prestidigitador en el
siguiente (así, su americanísima mezcla de country
en el sonido y en las letras con las guitarras
sucias del rock y los coros musicales de la orquestación clásica en 'The
Ballad of John Henry', 2009).
En directo, Bonamassa
es capaz de darte una sirena guerrera de Hendrix,
una estructura bluesera de Albert King o un slide barbitúrico de Allmann. Y de ponerles los dientes
largos a todos en su tumba. Puede subir el tono
como Gibbons, fabricar los solos de ojos cerrados que inventó Clapton o resolver todas las conjeturas
de Page. Al punto de mejorarlos.
(Que los dioses perdonen).
En estudio, Bonamassa
baraja las historias que cuenta la guitarra con eco de Gilmour con covers insospechadas de standards que parecían
manoseados hasta que él los visitó ('Stop!',
de nuevo en The Ballad of John Henry),
o puntea una acústica como el alumno
más aventajado de la uña larga de Paco
de Lucía ('Faux Martini', en el 'Had to Cry Today', 2004).
Escondidas (o no) en sus piezas, se pueden escuchar
guitarras que remedan a Brian May, a
Prince, a Stevie Ray Vaughan y hasta a Chuck
Berry ('Sweet Rowena', en el 'Dust Bowl', 2011). Y si Knopfler quiso investigar las raíces
comunes de lo celta y la música de
vaquero y espuela, él forzó la mezcla con el rasgueo más hard ('Black Lung Heartache', de nuevo en el 'Dust Bowl'). Y uno cree que no es
tanto un homenaje como un gustazo que se da, demostrándose y demostrando al
mundo entero que nylon, tripa o acero, no hay cuerda que no domine, ni reglaje secreto que no sepa
descifrar.
Últimamente, publica cuádruples en directo, se
embarca en aventuras grupales como Rock
Candy Funk Party (tres discos en tres años), o busca voces celestiales a
las que asir sus capacidades, como Beth
Hart ('Seesaw', 2013).
Dicen sus críticos que tan depurada técnica resta
emoción a sus ejecuciones. Dicen sus envidiosos que, pese a clavar cada estilo,
todos le suenan igual. Perfectos, quieren decir. Él, entretanto, colecciona
cada guitarra que le entra por los
ojos, en una obsesión enfermiza por domar cada pieza, dominar cada sonido,
perfeccionar cada matiz. Él, entretanto, colecciona éxitos en cada nuevo disco, los vende o (ahora) los regala
por la red, no se baja nunca de la gira eterna en la que habita su mundo, y
prende fuego a la casa de cada forastero que lo desafía en su territorio. Lo
apabulla, le demuestra que no hay técnica que no domine, que no hay estilo que
no sepa elevar a los cielos. Hasta que le sangran los dedos bajo la lluvia. Lo
ha conquistado. Otro territorio.
Joe
Bonamassa es difícil de abarcar. Su productividad brutal
y su versatilidad infinita, su perfección técnica y su ambición conquistadora
impiden una clasificación ordenada de mejores obras o estilos preferidos. Por
otro lado, su compulsión en la experimentación con todo tipo de material, su
interés glotón en dominar cada aspecto del sonido alejan la opción de
encuadrarlo. Ahí está la razón de tanta crítica. El ser humano necesita
etiquetar a sus héroes y a sus villanos. Ser de uno sobre los otros. Hacer
listas de favoritos. Y él optó por ocupar todo el hit parade, por teclear
milimétricamente ambos extremos y todo el intervalo del mástil, viajar por los
cobres del cable y expulsarse envolvente por el ampli distorsionando todos los
efectos conocidos, él quiso ser el intérprete definitivo. Y lo logró.
Es imposible criticarlo, salvo en una cosa: no se
puede ser aquél con el que uno se identifica, el preferido sobre todos los
demás, si tú eres todos.
Y lo dejamos aquí. De las composiciones, de sus
letras, hablaremos otro día. Sería iniciar una batalla perdida. No vaya a ser
que nos lea y decida que su historia, también, la escribe él.