El reverendo de todas las llaves

por Alberto D. Prieto

A las afueras, entre señales, brillan los neones. No todos atienden la llamada. Y no todos los que la atienden conocen el secreto. Al paraíso se va por caminos intrincados, y hay que saber aprovechar las oportunidades, entender los signos, subirse al coche en marcha y pisar a fondo. Darle a tope a la rosca del tono y picar rueda. La chica guapa levantará las gafas de sol, te mirará y sonreirá. Suena el riff. Para descifrar todos los secretos de la gloria había que parar en el burdel de La Grange.  

Hay una cosa que no tienen otros. Ni la tendrán. Haberse repeinado cada mañana, mirándose al espejo y cantándole al cepillo a dos manos en los 60. Ser adolescente en esa época, amanecer cada mañana tras la ducha reventando espinillas al ritmo de Elvis y Chuck Berry, ser de quienes se recortaron las primeras barbas en un troquelado al descuido de Hendrix... no es lo mismo nacer en una época que en otra. Así que hemos de admitir la inmensa fortuna que tuvo Billy Gibbons, texano de Houston, que vio la luz en 1949, de habitar en la edad rebelde en el momento en que los dioses predicaban su catecismo.
 
Billy Gibbons escuchó las prédicas de los grandes en ese momento en el que la mente está ávida de señales, dispuesta a emprender caminos nuevos, abierta a revelaciones y formar parte de algo. Ser discípulo, vinilo en mano, de quienes han confirmado nuestra fe en las últimas seis décadas le permitió devenir en uno de los pilares que han forjado la expansión de esta religión de seis cuerdas. Hay otra ventaja para su generación: la explosión de la cultura de masas audiovisual. La tele, vamos. Billy Gibbons aprendió el oficio a los trastes de sus maestros pero fue pionero en el apostolado catódico y, aplicando con destreza las incipientes técnicas del marketing, se hizo con las llaves del segundo secreto: siendo un tío feúcho (al menos, de joven, porque desde hace 40 años quién sabe), gordete, más terrenal que las insoladas piedras de Texas, tuvo y tiene la vida eterna colgada de un llavero en sus vaqueros gastados.  

El primero lo había descifrado adolescente, a la hora de empezar a pellizcar su primera Gibson Melody Maker. Ahí, el pequeño Billy se había encontrado esa parte del camino ya andada. Regalo de Navidad recién cumplidos los 14 años, la sencilla maravilla de la que luego sería su marca fetiche, vino acompañada de un pequeño amplificador Fender Champ. Con ella empezó a repetir los salmos de John Lee Hooker, y las parábolas de Muddy Waters. Más de cinco décadas después, Gibbons no ha perdido ninguna de sus cientos de piezas. Conserva todas y cada una de las llaves con las que ha cruzado cada umbral. Incluida esta reliquia, que regaló pasados los años a un amigo, y regresó a sus manos dos decenios después. Casualidades. O señales.
  Sus mayores, su generación inmediatamente anterior, había soplado el polvo de la naftalina mojigata, y por el aire se expandían ácaros desordenados que nadie sabía adónde llegarían. Pero era evidente que todos los chavales, al otro lado del transistor, respiraban gozosos y que a sus mayores, a todos, les provocaban alergias. ¿Qué hay mejor que eso para un adolescente?  

Quizás, por ejemplo, telonear al ídolo. Algo que ocurrió cinco años después de enchufar esa maravillosa Melody Maker de una sola pastilla singlecoil a su ambición. Fue en 1968, cuando Gibbons era el líder a la guitarra de una banda circunscrita al circuito tejano, The Moving Sidewalks, un cuarteto de blues rock psicodélico de corta vida y poca producción. Pero si las mejores esencias se guardan en frascos pequeños, la diminutez del legado de este combo contiene un destilado insuperable.
 

Una iniciática Jimi Hendrix Experience giraba por Estados Unidos y los Sidewalks abrieron varios de sus shows. Poco después, el indio que ya anunciaba su reinado eterno a la guitarra reveló en el programa de Dick Cavett, de la ABC, que había quedado impresionado con la habilidad de Gibbons sobre las seis cuerdas. Que ese texano tenía todas las claves y sería el siguiente a quien habría que atender en esto de la guitarra… Y sus declaraciones en ese sentido lo ungieron como el reverendo elegido por el mesías del blues rock.
 

No fueron los Sidewalks los que dieron el salto al circuito nacional. Pero sí su alma de seis cuerdas. A los mandos de una Stratocaster rosa que Hendrix había salvado de la quema —"es demasiado hermosa, quédatela tú, Billy", le dijo Jimi al entregársela—, Gibbons armó un power trío al modo texano para lucir su pasaporte de genio de las escalas, ahora que ya podía exhibir en su favor el visado público del rey eterno del instrumento.
 

Eligió un batería, Frank Beard, y éste le recomendó un bajista con el que había formado en The American Blues, un tal Dusty Hill. El cóctel ligó desde el principio y, casi antes de imprimir un solo vinilo, se sucedieron los bolos hasta encadenar una especie de gira de tres años por todo el país. ZZ Top había bebido en las fuentes más puras y su interpretación del blues, secado al sol de Texas, el tono crudo de su sonido en directo, abrió todos los cerrojos.
 

Así que en la herencia de sus mayores halló Billy el tercer secreto: si ya era un prodigio de las cuerdas y un adelantado del telemarketing, caer en la cuenta de que se habían derrumbado los diques de lo correcto y que ya no hacía falta cantar al amor, sino que se podían hacer odas a los coches, la cerveza y a las putas le convirtió a él, al mando de los ZZ Top, en el discípulo perfecto para mostrarle a las masas los caminos de la gloria.
 

La pasión de Billy por las guitarras es directamente proporcional a su idea del espectáculo. A lo largo de los años, los ZZ Top han sabido conjugar todos los tópicos con gracia y descaro: chicas, coches y guitarras —no necesariamente por ese orden— han sido la combinación básica. Aderezada por los guiños adecuados en cada etapa: de lo más descarnado a la sofisticación, pasando por el sintetizador y hasta las baterías eléctricas, lo que marcara la tendencia. El combo ha nombrado sus discos en castellano desde bien al principio de su carrera —cinco de los siete en su primera década, la de los 70—, no ahora que lo latino impera en EEUU y en su Texas natal; Gibbons utiliza púas de gel que se iluminan en la oscuridad; recubre las cinchas de sus correas con viejas cajas de tabaco; toca instrumentos peludos con los que, además, baila coreografías cachondas junto a Hill sobre la escena; compra cada guitarra que halla interesante allá donde lo vea, no importa cuántos instrumentos ya acumule —"las mejores siguen ahí fuera, tío"—; impulsa la industria del luthier, exhibiendo diseños alocados de John Bolín y otros genios de la mano a la madera; pero, sobre todo, customiza las guitarras a su gusto, ahueca las macizas, aligera los mástiles, las equipa con cuerdas de calibre fino —el grosor de su tono forma parte de su prodigiosa técnica—, y juega con ellas como un elemento más del show. No importa si es una Les Paul, una Telecaster, una Gretsch Thunderbird o una pieza única: todo es susceptible de ser elevado al capricho del barbudo virtuoso que lo acaricia, porque es él, y sólo él, quien sabe lo que quiere.
 

La historia de este trío, que ya ha cumplido 45 años sobre las tablas, es la de unos colegas autosuficientes, conscientes de una singularidad que, si no es impostada, sí es elegida. Desde el inicio, decidieron guardar las llaves de su estudio, limitarse a su ejecutoria, y evitar las invitaciones de músicos o participar en colaboraciones. Conscientemente, se ciñeron a un sonido, puramente americano, un blues blanco de rancho y saloon, con notas agresivas y letras apelativas, pero sin caer en lo soez.
 

A propósito, optaron por dejarse crecer las luengas barbas de San Pedro sin haber soplado aún 30 velas, proteger la mirada con oscuras gafas de sol y anticiparse a la alopecia con gorritos ridículos. Con todo ello lograron ya no envejecer nunca más, una vida eterna que el rock'n'roll normalmente sólo reserva para las leyendas muertas antes de tiempo. Y crear de sí mismos una imagen de marca que les abrió las puertas del cielo en la tierra. Les montó en el descapotable de la gloria —más aún que de la fama—, y les hizo tan reconocibles en el mundo entero como el hombre de Marlboro, los mustang de segunda mano o los neones de Las Vegas.
 

Dice Billy que sus primeras palabras fueron “Ford, Chevrolet y Cadillac… eso asegura mi mamá”. Y es que Gibbons, Hill y Beard —curiosamente, el único que no dejó crecer su barba—inauguraron el postureo antes de que se inventara ese término, elaborando videoclips con coreografías ridículas de automofa, dejándose ver en películas y series de televisión, como guardianes de las esencias del sueño que representa una bandera americana ondeando al sopor del desierto de Chihuahua. Y el sonido guitarrero de su música se convirtió en la banda sonora del american way of life
 

Porque, aunque sucumbieron como todos al rigor abúlico de los años 80, los ZZ Top supieron mantener el secreto a salvo: el tono gordo y agresivo de Gibbons nunca se cayó de sus vinilos, a pesar de que entrara en diálogo con ecos, cajas de ritmo y estructuras estándar de estrofa, estrofa, estribillo, estrofa y un laaaaaargo fade out... Quizás eso los salvó.
 

Había querido el blues mostrarle el camino desde pequeño a Billy, que gastó las primeras púas de su tocadiscos con el impresionante ‘Album de Beano’ de John Mayall and The Bluesbrakers (1966), una suerte de vinilo iniciático, meca a la que peregrinar cuando uno está perdido y no calma su alma… Gibbons quedó prendado de aquella maravilla de 12 cortes en menos de 38 minutos, en la que un soberbio Eric Clapton no sólo sujetaba un tebeo de Beano, personaje que le dio nombre al disco para siempre, sino que en el reverso de la funda, el dios de la mano lenta sujetaba una Les Paul Sunburst y, de fondo, decorando la estancia, unos amplis Marshall
 

Billy
, escuchando el tintinear de las señales, pudo entender que si se agarraba a esa revelación para siempre quizás podría investigar en las raíces hondas del blues rock. Pero no lo hizo hasta que otra casualidad enviada por el hacedor de la divina música y las tentaciones terrenales se cruzó en su ruta.
 

Gibbons
no podía abrir las puertas de su gloria porque le faltaba la llave maestra: una Les Paul Sunburst del ‘59 como la de Clapton. Pero una pequeña suma vino desde California, cuando una guapa amiga le envió los beneficios de la venta de un Packard de 1936 que Gibbons le había prestado para ir a hacer fortuna a Hollywood. El coche le dio suerte a la muchacha, así que ambos empezaron a creer en una conexión divina —quizás era tan mala actriz que necesitaba un milagro para coger un papelito en el cine— y el Packard fue bautizado como ‘Pearly gates’, que es como los americanos llaman a las puertas del cielo… Cuando llegó el dinero de vuelta a Texas, el dueño de una Sunburst perdió la razón aceptando un trato de 250 dólares por ella. La sacó del maletero y la entregó a quien, sólo un par de años después, descerrajaría el blues con ella en la mano. Quizás la peor venta de un ejemplar así en toda la historia, y seguro el peor negocio cerrado en un aparcamiento en 1968. Si no en toda la eternidad.
 

Tanta casualidad no podía ser casual. La guitarra tomó el nombre del coche, Gibbons la enchufó a unos Marshall, repitió su mantra aprendido entre los surcos del ‘Beano’ ”tono, tono, tono”— y se puso a jugar, ya para siempre, con la distorsión de la ganancia. Deslizó su genio por el hueco de todas las cerraduras, descifrando las claves de cada guitarra que caía en sus manos, y durante estas últimas cuatro décadas se ha ganado la fama legendaria del dueño del secreto, maestro de las llaves, portero del cielo del blues.
 

Así, toque una Gibson Melody Maker maciza como la de sus inicios, pilote una Fender Telecaster, haga espirales con una Jazzmaster, o se rinda por una vez a la eterna Stratocaster, una cosa no olvida nunca el amo de las llaves del blues: que al paraíso se va en coche por el desierto de Chihuahua, con una guapa chica en el asiento del copiloto y que siempre hay que hacer caso a las señales divinas si quieres cruzar el umbral de la gloria y disfrutar de una vida eterna en el tentador mundo del rock’n’roll.
   

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